jueves, 19 de diciembre de 2013

El acuerdo - 2da parte

El acuerdo - 1ra parte (leer)

...(continuación)
La tomó de la punta del delantal y la arrastró hacia la ventana. La mujer se dejó iluminar por el rayo de luz que en ese momento se abría paso entre las nubes grises. 
Clara pudo observar detenidamente cada rincón de la piel de la extraña mujer. Las tumoraciones tenían distintos colores, formas y texturas, como si cada una tuviera una identidad propia y única. Como si cada una contara una historia personal de dolor y sufrimiento, que le imprimía un relieve distintivo.  Algunas estaban cubiertas de pelos, otras parecían envueltas en una intrincada red de vénulas violáceas. Algunos bubones eran blanco nacarados; otros estaban ulcerados, con fondo casi sangrante. Así se hubieran podido seguir describiendo cada una de las lesiones, una por cada historia de vida que había tocado su piel. 
Lejos de espantarse, Clara se quedó absorta mientras sus ojos escrutaban aquel mapa de vida que era la piel de Doña Maca. La mujer se quedó inmóvil, y solo se alejó cuando Clara soltó la punta de su delantal. Caminó con paso lento, arrastrando las ojotas y se sentó pesadamente en un sillón de caña. Clara la siguió mansamente, como una oveja a su pastor. 
El papá de Clara las vió mirarse a los ojos durante largo rato y no pudo evitar sentir que no tenía espacio en esa escena.
Cuando Doña Maca habló, lo hizo con una voz suave y femenina, que no parecía salir de ese cuerpo voluminoso y deforme. 
- Niña, - preguntó: - Estás segura de esto? Una vez que lo haga, no hay vuelta atrás - anunció Doña Maca. 
Clara asintió con la cabeza,  tomó ella misma las manos de la anciana, y las acarició suavemente.
Luego giró hacia su padre y salió de la casa, dejando a Doña Maca sentada en su sillón. Su padre la siguió sin entender qué había pasado. Esa escena no se parecía en nada a las historias que le habían contado quienes le recomendaron ese lugar. Pero la actitud calmada de Clara y su mirada serena, lo tranquilizaron. 
El regreso a casa fue en el mayor de los silencios, sólo interrumpido por mamá que se sonaba la nariz a cada rato. 
Al abrir la puerta del auto para bajar, al papá de Clara le pareció ver que había perdido la palidez grisácea que tenía hacía meses, y que sus ojos habían reverdecido. 
- La fuerza de la sugestión - pensó. - Y también del deseo - continuó en su diálogo interior. 
Al día siguiente era domingo. Amaneció soleado y fresco. 
Los tíos llegaron temprano y Clara salió a jugar con sus primos. 
Era casi la hora de comer cuando el grupo de niños entró alborotadamente a la cocina, atropellando las sillas y hablando todos juntos. Estaban todos menos Clara, y contaban desordenada y agitadamente la historia de un gorrión herido que cayó de un nido, y luego voló curado desde las manos de Clara.
Sin importarle el cuento de los pequeños, mamá se alarmó ante la ausencia de Clara y subió a la habitación. Se tranquilizó cuando la vió parada frente al espejo, mirándose atentamente. 
Mamá, al igual que papá el día anterior, pensó que tenía mejor color y aspecto más saludable. También estaba pensando que era producto de su deseo y de la sugestión, cuando Clara se dio vuelta y corrió hacia ella, señalando con el dedo una mancha violeta en su hombro derecho. 
Ante la mirada espantada de su mamá, Clara, con una sonrisa amplia y orgullosa, le anunció:
- Mamá, ya comenzó...

FIN

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El acuerdo - 1ra parte

Cuando Clara despertó, el auto viajaba serenamente por la ruta vacía. Acostada en el asiento de atrás, observó las gotitas de lluvia que se arrastraban sobre el vidrio, siguiendo la dirección del viento. Se imaginó que cada una tenía vida propia, que se resistían a ser desprendidas del vidrio, y en esa lucha dejaban un caminito húmedo y serpenteante, que se evaporaba al rato.
Vagamente recordó que papá la había vestido semidormida, y arropado en el asiento trasero del coche cuando aún no había amanecido. 
Un murmullo llegaba desde el asiento de adelante, pero el golpeteo metálico de la lluvia en el techo, le impedía escuchar. Creyó entender que iban a algún lugar que mamá no aprobaba. El tono de la discusión le resultó familiar a Clara. Papá y mamá discutían mucho, siempre por lo bajo, desde hacía unos meses, cuando a Clara le había comenzado a sangrar la nariz. Se callaban cuando ella aparecía, sonreían incómodos y cambiaban de tema, aunque Clara sabía que tenía que ver con su enfermedad. 
La lluvia dió un respiro, y se escuchó la voz de mamá:
- Dicen que es repugnante - decía. - Por cada uno que cura, le aparece una verruga. No voy a dejar que toque a mi hija - sentenció.
Papá ni siquiera contestó. 
Clara se acurrucó en la manta esponjosa en que la que estaba envuelta. 
La verdad es que no le importaba mucho adónde iban, ni quién iba a tocarla, siempre que no le doliera. A medida que pasaban los meses, los pinchazos y las transfusiones cada vez le dolían menos. Había inventado una suerte de ritual para esos momentos: cerraba los ojos y se imaginaba que era un bicho bolita, y dentro de su escudo gris plata, nada podía dañarla. Le fascinaban los bichos bolitas por su capacidad de defenderse sin atacar y de vivir hasta abajo de las piedras. 
El truco del bicho bolita funcionaba mejor si estaba papá cerca y le tomaba la mano. Habitualmente mamá se escabullía a disimular su llanto a escondidas en algún rincón. 
El auto comenzó a bambolearse y Clara se dio cuenta que habían tomado un camino de tierra. Ahora eran gotas de barro las que serpenteaban huyendo en la ventanilla. 
Al rato pararon, y papá al verla despierta le explicó que iban a conocer a alguien que podía ayudarlos. 
- Necesito que seas valiente - le dijo mirándola con dulzura. - Y también que recuerdes que las apariencias no son importantes - agregó.
Había parado de llover y el aire estaba denso y gomoso. La humedad empezaba a levantarse, pegoteando todo.
La casita que vió al bajar del auto era de una mezcla de material y barro, con ventanas pequeñas, bajo cada una de las cuales había macetas con matas de malvones. Un par de gallinas hundían las patas en el barro mientras picoteaban allí y acá. Dos perros somnolientos estaban echados bajo el alero de la entrada. Apenas movieron la cola, permitiendo el acceso a la puerta abierta, cuando los tres se acercaron. Parecían tener mucho calor para hacer mejor su trabajo. 
Doña  Maca apareció vino al encuentro secándose las manos  con un repasador a cuadros, y los hizo pasar. 
La casa olía a la elaboración de un guiso temprano, cebolla, albahaca y romero.
La ventana del cuarto dejaba entrar una luz mortecina, bajo la cual la imagen de Doña Maca se presentó aún más monstruosa de lo que era realmente. Mamá se tapó la boca con un pañuelo y salió corriendo de la habitación. 
Doña Maca era corpulenta y llevaba un pañuelo en la cabeza, que cubría solo una parte de su cabellera blanca y rebelde. 
Cada centímetro de su piel estaba cubierta de verrugas, tumoraciones y úlceras. A simple vista, no parecía haber lugar en su cuerpo para un tumor más. Era difícil imaginar siquiera los rasgos originales de esa mujer de sonrisa amplia y ojos brillantes.
Papá miró de reojo a Clara para observar su reacción, e intentó tomarla de la mano para que no se asustara. Pero Clara ignoró su ademán y avanzó decidida hacia Doña Maca, con una mezcla de curiosidad y fascinación en la mirada.  
(continuará...)
El acuerdo - 2da parte (leer) 

martes, 7 de mayo de 2013

Hola Waka querida
Es cierto que esto es muy raro. Pero más cierto es cuánto necesitás saber lo que vengo a decirte. Como tantas otras veces, vengo a traerte un momento de reflexión, aunque ya no puedas acariciarme el pelo mientras alguna idea te da vueltas en la cabeza. Yo también extrañaría eso, en tu lugar. Pero la verdad, estoy en un lugar mucho mejor.
Claro que recuerdo todo lo que pasamos juntas. Tuvimos una vida muy intensa, debo decir. Sabés que te acompañé incondicionalmente siempre, con esa mezcla antagónica de devoción  e independencia que sólo los seres de mi tipo podemos regalar. "En realidad, yo soy su esclava", solías decir refiriendote a mí.
Pero la verdad es que fui totalmente tuya desde que me acurrucaste en tus brazos por primera vez. De ahí en más, nada me dio más seguridad que tu presencia y nada te dio más sensación de pertenencia que la mía. El hogar era ahí donde estábamos juntas. Por eso me llevabas a cada viaje, a pesar de mi malhumor y las dificultades para acomodarme. Por eso yo aguantaba las horas encerrada en el coche (y la náusea que me provocaba...)
Nunca te abandoné en tus noches más turbias, te acordás? Estaba acostada sobre tu almohada mojada de lágrimas aquella noche en que Él volvió, después de meses de ausencia. Pasaron años después de eso, varios novios también... Algunos se fueron después de entender que mi presencia no era opcional en tu vida.
También supe tener paciencia, y esperar por años a que pudiéramos vivir en un lugar mejor. Siempre creí en tu promesa de que algún día podría correr al aire libre y dormitar al sol tanto como quisiera. Y cumpliste. Como cumplí yo, cuando me pediste que te ayudara a cuidar a tu bebé. Supe cederle mi lugar en tu cama, y levantarme cada noche a preparar biberones a tu lado. Disfruté enormemente cuando, pasados unos meses, volviste a abrirme las sábanas para acurrucarme entre tus piernas. 
Claro que recuerdo tu forma de rascarme ese huequito entre las orejas y el cuello. Entonces yo te ronroneaba más fuerte, para que supieras que no debías parar. Y vos ronroneabas conmigo, haciéndome burla. A veces también ronroneabamos juntas, cuando algo lindo nos pasaba.
Claro que recuerdo los tiempos finales, no sé como pasó, te juro... Pero si sé cómo me cuidaste, las largas semanas durmiendo en el suelo a mi lado, cada bocado en mi boca, cada inyección que me diste. No llores, no me hiciste sufrir con tus cuidados, sólo necesitabas que no me fuera, y yo aguanté cuanto pude. Pero no podía dejarte ante tus ojos, por eso elegí aquel único momento en el día en que no estabas para dormirme.
Ahora bien, pasaron muchos meses ya, y tu dolor me trae de vuelta a la superficie, cada una de las tantas veces en el día en que te acordás de mí. No quiero parecer insensible,  pero te confieso que disfruto más cuando el recuerdo tiene que ver con travesuras, pelotas de lana,  y sorpresas de atún abiertas a mitad de la noche. Prefiero que recuerdes mi lengua rasposa en tu cara, mis "rollitos" panza arriba en el piso, o mis "borracheras" de hierba gatera que tanto te hacían reír. Todo eso que ya es tan parte tuya, que es como si nunca me hubiera ido. Todo eso que ningún otro gato va a poder darte, por que ya está adentro de vos. Y ningùn perro, por supuesto. ;-)
Con todo mi amor, Mafalda