jueves, 25 de junio de 2009

El globo rojo

Alejo había pasado todo el domingo viendo tele. Sus domingos eran lentos y pegajosos, y por suerte, en su familia nadie le restringía las horas de televisión, ni los programas que veía. Eran domingos blanco y negro, como la película que había mirado ayer. Su madre siempre decía que era raro que un niño pequeño mirara películas viejas, en lugar de dibujos animados de última generación. Era otra de las “rarezas” de su hijo.
“El globo rojo” se llamaba la de ayer, aunque el globo se veía de un color gris plata. El chico en la pantalla se elevaba sobre los techos del pueblo, agarrado de un piolín deshilachado e inverosímil ante los ojos de Alejo, unos ojos desbordados de melancolía y madurez temprana. Unos ojos que transgredían su mundo de paredes descascaradas, cables enredados, smog y perros revolviendo la basura, en busca de matices y color. La idea de volar, de ver el mundo por encima, lo deslumbró.
Ese día, al volver de la escuela, fue directo al fondo de la casa y trepó a través de una serie de resaltos en la pared del asador, hasta llegar al techo. Unos gatos que se hacían arrumacos sobre la chapa lo miraron sorprendidos y se perdieron ágilmente por los techos vecinos.
Se acercó al borde, exhalando vapor por la boca y restregándose las manos una contra otra. Infló el único globo que había conseguido en el almacén de la vuelta, hasta que estuvo tenso. Le ató una lana verde que había conseguido en el costurero de su mamá, y saltó. Rápido, directo, sin carrera, todo adrenalina, todo fe.
………
La caída. El grito. El hospital. Su oportunidad perdida de huir volando crispaba más su carita que el dolor de la pierna fracturada. Le prometió a su madre que nunca más lo intentaría. En tanto, con los dientes apretados, pensaba cómo conseguir un globo más grande. Y esta vez, rojo.